miércoles, 24 de noviembre de 2010

La espera


Sentada en el único banco que había sido pintado de otoño, obteniendo así una singular belleza sumada a su naturalidad de roble, esperaba ella, paciente. Cada día que pasaba allí se la veía; sola. Todos la miraban con pena, con deseos de saber que era lo que a ella le sucedía. Pero nadie quería interrumpir aquel pensar, nadie quería atreverse a bloquear aquellos rayos de sol que embellecían, más aún, su cuerpo, su ser.


Todas las tardes, estaba yo ahí. En aquel balcón la observaba, con paciencia. Deseaba poder descubrir lo que en ella habitaba. Muchas cosas aprendí al mirarla. Muchas cosas pude admirar y adorar de ella. Pienso que ella en algún momento se dio cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Pero parecía que muy poco eso le importaba, parecía que ignoraba a la ignorancia de los que la observaban pensándola fuera de sí.

Podíase ver en su rostro una eternidad de flores cayendo del cielo, una interminable y cálida brisa de pleno verano. Podíase ver en sus ojos inalcanzables cielos. Podíase observar detenidamente aquella pureza de la que todos hablaban y admiraban, ya que no presentaba su cuerpo movilidad alguna.


Al cabo de un tiempo, aquella bella mujer volvía a perderse, una y otra vez. Volvía a perderse en una tarde que caía cual rocío cae en la noche; suave, lento. Su mirada se perdía en la lejana llegada de nadie, en el extenso camino a ningún lugar. Su cuerpo parecía independiente de su alma, de su mente. Parecía no querer seguir estando allí, salirse de sí mismo. Extraña e inusualmente producía movimientos leves, muy leves, tan leves (diría yo) como aquellos que produce una montaña ante el ojo humano.


Aquella supuesta espera jamás acabó. Pero su vida penosa, melacolica, solitaria, triste, sí. Un día comencé a extrañarla, se había dejado de verla, de admirarla, de penarla. Un día ya no estuvo más.

Ella se fue. Nosotros seguimos aquí.
Fácilmente se la dejó en el olvido cual ave deja su nido en busca de independencia, de libertad. Aquellos que hablaban y hablaban de su soledad, de su supuesta locura, un día dejaron de hablarla, como si ya no importase.
Ella se fue, pero yo sigo aquí pensándola en aquel banco de roble pintado de otoño.



Darío S.